Las postrimerías de San Valentín. Ella cogía un avión en Bilbao, él se quedaba en tierra, viéndola montar en el autobús. Los dos lloraban. Indudablemente, se trata de un amor a larga distancia, una entelequia insostenible. Él, surfero greñoso, teñido de rubio, con los pantalones cayendo y enseñando el calzoncillo, no podría presentar una imagen más desvalida. Hasta los rumanos se solidarizan con el tipo. Ella monta en el autobús, pero es un poco raro: no es la hora. Ni siquiera han tenido que reclamarle que se monte. No apuran hasta el último beso. Lloran impotentes, mirándose, separados por un cristal sucio de autobús, pero que ya es como un océano de ancho. El amor se desgaja. Mal asunto. No lloran porque los amantes se separan. Lloran porque no se quieren, porque no tienen el valor de dejarlo todo atrás e irse en pos de su amante, porque ninguno se atreve a dar el paso. Lloran porque en realidad no es amor y el duelo es todavía mayor.
Le queda una hora y veinte de viaje, siguiendo la puesta del sol. Y luego Londres o París.
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La tira ecol ha vuelto.