Stanislaw Lem, el escritor polaco de ciencia ficción, murió a finales de marzo, y a los simbiontes nos pilló con la guardia baja y el servidor fulminado. Muchos obituarios han dado cuenta de su bibliografía, por lo que no tiene sentido abundar en ella. Lo que sigue es una lista, tardía, de las obras más asequibles y menos pesimistas de Lem. Palabra que se disfrutan. A este malvado le parece el mejor escritor de ciencia ficción, una voz original, sólida, radicalmente distinto a las corrientes mayoritarias anglosajonas. Obviamente, es una opinión subjetiva, y no entraré a defenderla.
Lem se dedicó especialmente a la corriente literaria que se conoce como ciencia ficción dura, es decir, aquella menos fantasiosa y con fuertes bases científicas. De otra forma: incide más en la ficción científica que en la ciencia ficción. En realidad, trasciende la pura ficción, y se le ha definido como un epistemólogo que escribía novelas. Coger al azar un libro suyo puede ser catastrófico: era, simplificando groseramente, un pesimista bien informado. Si alguien se topa con Memorias encontradas en una bañera, probablemente no volverá a leer nada suyo. Diarios de las estrellas, por otro lado, tiene un tonillo a Barbarella tan chungo que es mejor dejarlo de lado, salvo que te vayan los cuentos satíricos. Ahora bien, algunos de los cuentos y novelas de Lem son, literariamente, excepcionales y no excesivamente pesimistas. Antes al contrario, propugnan una visión dificíl, de camino arduo para la humanidad, pero esencialmente hablan de metas superables y de valores atractivos. Hay quien dice que son pesimistas ante la condición humana, pero siempre hay personajes que desmienten ese pesimismo.
Obras de misterio:
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Antes de la pascua, hubo una gota que colmó el vaso. Una operación policial con numerosos detenidos se publicita de manera sospechosa. Especialmente, porque la mayoría de los medios daba cuerda a explicaciones que no concordaban, cifras no demostradas, y editoriales que apuntan a negligencia, ignorancia o intimidación. Al parecer, se les detenía por algo que, hoy por hoy, no es delito, y que numerosos juristas y economistas de prestigio ponen en tela de jucio que algún día pueda ser delito, salvo que haya un golpe de estado. Leyendo con detenimiento, es posible advertir que a los detenidos les hicieron la de Al Capone. No pudiendo acusarlos de lo que querían, los detuvieron por infringir la LSSI, es decir, por prestar un servicio sin registrarse correctamente y por lucrarse con la publicidad de sus páginas web. Este movimiento y su respaldo publicitario han tenido ya sus efectos.
En fin, cuando yo era niño e iba de campamento, los monitores, que eran lo bastante mayores como para haber conocido conscientemente el régimen anterior y sus coletazos hasta el 83, nos enseñaban canciones de los 70 y 80, y nos inculcaron el respeto por gente que se jugaba el tipo cantando irrespetuosamente, en lenguas prohibidas, sorteando la censura y pregonando opinión y mofa de un régimen que se les extinguió en la cama, pero aun agónico era peligroso. Ahora, los herederos de aquellos individuos se han subido a un carro inmovilista, descaradamente egoista, contrario a los intereses de la sociedad, y que, en concreto:
Gente así acaba empezando guerras.
Hace un par de años, yo sostenía que la SGAE tenía razón y que el canon y otras maniobras estaban justificados. En esencia, venía a pensar que el autor de una obra tiene derecho a decidir el soporte, formato y manera en que se vende/distribuye su propia obra. Uno debería decidir qué uso se hace de su trabajo, o, al menos, en qué manera.
Como se puede suponer, semejante postura era causa de discusiones habituales. No sin razón, algunos me decían que era un poco hipócrita, un iconoclasta y que sólo pretendía calentar las listas de distribución y las tertulias. Pero lo que yo quería señalar era que, más que rasgarse las vestiduras farisaicamente, era necesario reconocer que saltarse el deseo del creador de una obra no era un derecho sino más bien un atentado contra un ecosistema. La eco viene de economía, no de ecología, pero vivir, vivimos dentro de ese ecosistema.
Para abreviar, los que propugnaban el canon y esas otras maniobras empezaron a pasarse cuatro pueblos, y yo terminé por convencerme de que sus justificaciones eran una cortina de humo. Canon a esto, a lo otro. Intervencionismo legislativo, inclusión de troyanos, manipulación. Así que, de repente, su libertad, que debería terminar donde empezaba la de los demás, no se detenía en esa delicada línea, y continuaba su recorrido avasallando mi libertad. Y, especialmente, la del ecosistema.
Otras personas más brillantes lo han descrito mejor y, sobre todo, menos farragosamente, pero intentaré explicarme: esencialmente, el esquema de intermediarios que supone la industria del espectáculo empieza a parecerse a la de un parásito que no aporta valor, que detiene la innovación y perpetúa un sistema obsoleto y ineficiente, que para más inri no es ni capitalista ni liberal, ni nada, salvo egoista y negativo para los demás. Hoy por hoy, existen maneras de distribuir contenidos y creaciones que no requieren de una industria mastodóntica. En nuestra corta existencia, los simbiontes hemos tenido que cambiar no ya de empleo sino de profesión una o dos veces, y se nos exige que estemos al día. Hasta el punto las cosas van cambiando, que lo hace tres años era lucrativo ahora no da ni para pipas. Así que, ¿por qué ellos no cambian? Visto desde un ecosistema capitalista, lo que no funciona debe hacerse a un lado para que lo sí funciona tenga una oportunidad.
(continuará Continúa en Cantautores de ayer y de hoy.)
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La tira ecol ha vuelto.